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Bestiario

   Todo era plano y previsible desde la ventanilla del tren. No obstante, ni bien nos instalábamos en la casa de los tíos y salíamos a bebernos la llanura, el cardo se distanciaba del finucho; las palomas, de los chimangos; y el tableteo de las perdices, del silencio de la pampa que parecía un poncho derrumbado sobre la tierra.
   Ese proceso de diferenciación y diversidad, esa parición continua, hizo de la sorpresa un hábito. Por eso nos sorprendió, y no, la primera vaca azul. Las que siguieron conservaron su poder sobre nosotros. No se acostumbra uno al brillo de las estrellas si está vivo. Nunca estuvimos tan vivos como entonces. ¿Qué otra cosa sino la vida, atravesándonos, nos llevaba a despertarnos a las cuatro de la mañana y salir con la escarcha, llevándole los baldes al tío Mingo, para beber de aquellas vacas, su leche tibia y blanca?
   Nunca, en la casa, se hizo mención a esos animales azules que algunas mañanas se ocultaban en la niebla y por las noches se volvían negros contra la fuerza de la luna. Solamente nosotros hablábamos de ellos, a escondidas. No podíamos contarlos con precisión. El que derramó el añil sobre sus cuerpos les dio también fugacidad, acaso para que vos y yo no perdiéramos esa manera cazadora de avistar.
   Los tíos se mudaron al pueblo. Nosotros no volvimos al campo y no nos permitimos la evocación o la nostalgia de esos días. Sospecho, sin embargo, que a vos te pasa lo que a mí. Cada mañana, la leche, en el tazón, tiembla en promesas de celeste.

(incluido en la antología Cielo de relámpagos)